Abrir la ventana de par en par o cerrar la puerta a cal y canto. Apagarlo todo para encender la luz que hay en nosotros. Buscar el espacio físico y mental donde no existe el mandato de productividad al que estamos acostumbrados y, sencillamente, frenar hasta que se instala el tiempo ocioso, aquel que no persigue ni la tarea pendiente ni la obligación y en el que se puede experimentar las bondades de no estar haciendo absolutamente nada: un chispazo creativo, una idea original, un descubrimiento sobre uno mismo o simple y pura paz.
Hace justo un año que la Historia nos colocó en esta circunstancia, cuando un virus y un estado de alarma nos dieron todo el tiempo del mundo para estar en casa. Algunos encontraron la forma de aprovecharlo y completaron este viaje hacia sí mismos. Otros, atónitos, no encontraron placer ninguno en el tiempo extra que la vida estaba ofreciendo. Fue complicado porque al mismo tiempo hubo que asumir mucha enfermedad y muchos muertos.
Además, desconectar de toda conexión y cualquier zoom, olvidar que hay platos en la pila y que la lista de tareas sigue ahí, expectante, mirándonos, no es lo más fácil del mundo. Pero en estos tiempos extraños en los que se mezcla la hiperconexión tecnológica con la distancia social, y sin vacaciones exóticas que mitiguen las miserias de la vida, «no hacer nada ha tomado forma de autocuidado».
«En ambientes empresariales se sigue percibiendo como vagancia», reconoce Alberto Gavilán, director de RRHH de Adecco Staffing, quien sin embargo es un defensor de una procrastinación bien entendida. También la ciencia ha demostrado que «la ocupación constante altera el cerebro hasta disminuir la capacidad de razonamiento» y que cuando «dejamos que la mente divague pensamos en el futuro a largo plazo 14 veces más que cuando nos obligamos a centrarnos».
Un Albert Einstein repanchingado sobre la hierba –ojos cerrados, mente al viento– no es un Einstein gandul sino alguien consciente de que parar ofrece beneficios. Lo mismo hacía Steve Jobs cuando reclamaba su libre albedrío: buscaba amplitud mental, aquella de la que pueden brotar ideas distintas, en vez de rellenar su agenda de infinitas actividades productivas. Ni tiene consecuencias económicas ni realza laboralmente, tampoco sirve para conseguir seguidores en redes sociales ni para ponerse en forma, pero nos hace más felices, más conscientes y, en ocasiones, incluso más brillantes.
«Requiere anteponer el propio bienestar a todo lo demás y es absolutamente inútil en lo que a generar beneficios se refiere», desgrana la holandesa Annette Lavrijsen, que acaba de publicar
Niksen: El arte neerlandés de no hacer nada (Libros Cúpula), donde describe una máxima de los Países Bajos: tener en cuenta el poder que tiene darle al botón de pausa. Poder para encontrar sosiego, alegría, salud y hasta nuevas ideas.
Cuando frenamos sucede lo que la neurología llama «cognición espontánea». «Aunque nosotros paremos, el cerebro sigue activo y en situación de alerta», explica el neurólogo clínico Ayoze González. «Diversos trabajos sobre neurociencia de la creatividad muestran que existe una relación entre la red neuronal por defecto –la que se pone en marcha cuando no hacemos nada– y aspectos relacionados con la imaginación y la creatividad, como el pensamiento divergente, lo que pone de manifiesto que la creatividad no es un proceso exclusivo de la activación de la cognición y que también participa la cognición espontánea».
Luego está la vida real. «La lógica del capitalismo y de la sociedad de consumo que cataloga como tirar el tiempo o perder la tarde acciones necesarias como descansar, echar la siesta, ver la televisión en encefalograma plano u ojear una revista sin leerla en profundidad», enumera el psicólogo Buenaventura del Charco.
«El problema radica en que lo que puede ser positivo en el ámbito económico no tiene por qué serlo en el personal. No importa si nos vino bien o no, simplemente no cumple con los criterios de productividad y consumismo, parece que tenemos que hacer una actividad tras otra, consumirlas de forma bulímica para luego desecharlas sin reflexionar si nos satisfacen o no».
Del Charco ofrece datos actuales que le recuerdan a un filósofo del pasado: «Decía Pascal que ‘la infelicidad del hombre se basa solo en una cosa, que es incapaz de quedarse quieto en su habitación’. Durante el primer mes de confinamiento se incrementaron los problemas psicológicos, en abril se disparó el consumo de alcohol más de un 80% respecto a 2019, según datos de Consumo. Esto fue antes de que habláramos de fatiga pandémica y fue desmedido, no estábamos en una trinchera observando el horror de la guerra, estábamos en nuestra casa, calentitos, interconectados por las nuevas tecnologías y la nevera bien llena».
Ocurrió entonces que «de estar haciendo cosas todo el rato para no pararnos a pensar» pasamos a «escucharnos a nosotros mismos». Y no estábamos acostumbrados a hacerlo porque normalmente la acometida implica mirarse en el espejo, «darnos cuenta de lo que nos hace infelices, de todo lo que no funciona en nuestra vida, del silencio en casa con los hijos, de la convivencia insoportable con la pareja cuando no hay que hablar de las tareas diarias», prosigue este psicólogo.
Durante 2020 todo esto sucedió. «Hubo cambios en nosotros mismos, en nuestras relaciones con los demás y en nuestra concepción de la vida», piensa Dafne Cataluña, fundadora del Instituto Europeo de Psicología Positiva. Ante la realidad cruda de nuestra vida reaccionamos con «pánico», sin percatarnos de que «ahí reside el verdadero autocuidado, más allá del deporte, meditar o darnos un baño de agua caliente, tener el coraje de intentar vivir la vida que realmente deseamos».
En la búsqueda de una experiencia vital más auténtica, «poner la mente en blanco», como dice el neurólogo David Ezpeleta, secretario de la Junta Directiva de la Sociedad Española de Neurología (SEN), es un primer paso porque aunque suponga una
«inacción conlleva un funcionamiento cerebral determinado, como sucede con otras de mantenimiento del sistema, es decir, funciones vegetativas que controlan la respiración, la frecuencia cardiaca, la motilidad gastrointestinal, el hambre, la sed y un largo etcétera. Cuando no hacemos ni pensamos nada, el cerebro mantiene su actividad metabólica».
La autora holandesa Lavrijsen, por ejemplo, ejerce este autocuidado o niksen así: «Me gusta salir a pasear en la naturaleza, el aire fresco, los rayos del sol y los árboles me proporcionan claridad mental. Si tengo poco tiempo y estoy en casa, lo que hago es desconectar todos mis aparatos electrónicos, pongo música clásica, hago un poco de meditación o yoga e intento desconectar media hora. La clave es permitirse no hacer absolutamente nada durante un corto periodo de tiempo, idealmente una vez al día porque cuando apartamos la mente de las rutinas diarias emergen ideas escondidas, podemos examinar los problemas y las dudas con mejor perspectiva y somos capaces de dar con soluciones más creativas».
Lo explica bien la psicóloga Patricia Díaz Saco, especialista en ayudar a las personas a gestionar sus emociones. «Asociamos el placer a un viaje exótico, a lo erótico, a un restaurante caro, en definitiva lo igualamos a permitirnos algo y mientras tanto ignoramos las opciones que tenemos en el día a día de experimentar un placer que quizá no encaja con la idea preconcebida: el sabor de la primera taza de té de la mañana, una conversación con alguien a quien queremos, realizar una actividad que nos gusta son sólo tres ejemplos que en la vida cotidiana ofrecen placer y pueden pasar desapercibidos».
Porque el autocuidado, señala también Díaz Saco, no es cuestión ni de spas, ni de manicuras ni de crossfit ni de boxeos sino de no tener miedo a decir que no nos apetece salir y estamos tan a gusto mirando la lluvia caer por la ventana, aunque «pueda parecer antisocial», como también apunta nuestra especialista holandesa en su libro: «Para el profano, el niksen puede interpretarse como simple holgazanería pero pensémoslo en relación a la mejora de la creatividad, la conciencia de uno mismo y la reducción de la ansiedad».
Porque «cuidarnos y hacer cosas que nos sienten bien es una de las bases de la autoestima», señala Díaz Saco, y «para comprender que la capacidad de sentir placer está en mí y que no depende de nadie ni de nada externo a mí». Y «parar, no hacer nada, lleva al cuerpo y a la cabeza a pensar en quién soy, qué siento, cómo lo siento y qué necesito», describe otra psicóloga, especialista en gestión del trauma, Lucía Fernández Pérez.
El neurólogo Ezpeleta redondea la maravillosa jugada de conocerse y quererse un poco más cada día cuando explica que «las desconexiones, los parones o reseteos tendrían como objeto reducir la fatiga cognitiva y mantenernos eficientes más tiempo a lo largo del día».
Abordar el silencio aunque nos lleve a lugares insospechados y aparentemente insondables, tirarnos debajo de un árbol a lo Einstein aunque estemos incrustados en una ciudad y hasta el paseo solitario y a la deriva –«sin mapa» como sugiere el niksen– y dejar de pensar por un momento en que hay que poner una lavadora y revisar que en la bandeja de entrada del correo no haya algo fundamental.
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