En una ya legendaria conferencia científica celebrada en Tucson, en 1994, un científico y un filósofo porfiaron sobre si la conciencia es o no científicamente definible. El neurobiólogo alemán Christof Koch, hoy director científico del Instituto Allen para la Ciencia del Cerebro, defendía que, al igual que Crick y Watson habían decodificado la hélice del ADN, él podía descubrir los fundamentos físicos de la conciencia.
El filósofo David Chalmers, por su parte, aseguraba que ningún proceso estrictamente físico podría explicar cómo las percepciones devienen en sensaciones conscientes y sugería que la única forma de entender por qué un pedazo de materia como el cerebro puede producir conciencia es asumir que la información es una propiedad fundamental de la realidad.
Fue una discusión apasionante que siguió después en el bar, donde ambos llegaron a dudar que el otro estuviese «consciente». El caso es que siguieron en contacto y en 1998, en la reunión anual de la Asociación para el Estudio Científico de la Conciencia que habían fundado juntos, Koch se apostó con Chalmers una botella de vino a que dentro de 25 años habría descubierto el patrón neuronal subyacente a la conciencia. Durante la primera década de investigación, Koch adoptó el modelo de Giulio Tononi y en 2009 explicó las sorprendentes implicaciones de su tesis en ‘Scientific American’. Un solo protón, que consta de tres quarks que interactúan, podría poseer un atisbo de conciencia, conjeturó. Después procedió a investigar el cerebro con optogenética, imágenes de resonancia magnética funcional, estimulación magnética transcraneal y electrodos implantados dentro del cerebro. Y a modelar los datos obtenidos con algoritmos aumentados por inteligencia artificial. Había gran expectación ante la conferencia anual de la Asociación para el Estudio Científico de la Conciencia, en la que Koch y Chalmers se han reunido 25 años después para dirimir quién había ganado la apuesta, y Koch subió al escenario con una botella de vino en la mano. Durante las últimas dos décadas y media ha logrado reducir las variantes de sus hipótesis a dos. La primera entiende la conciencia como una estructura en la parte posterior del cerebro que está activa mientras dura una experiencia, de manera que, al mirar una imagen, serían visibles patrones en el cerebro que corresponden a la percepción consciente de la imagen. La segunda hipótesis entiende la conciencia como una red entre diferentes partes del cerebro coordinada en su parte frontal. Los experimentos no han mostrado una clara preferencia por ninguna de las dos variantes y Koch ha reconocido su derrota, pero por el camino, en 2017, descubrió tres neuronas que se ramifican por todo el cerebro de los ratones diseñados para las pruebas, una de ellas alrededor de toda su capa externa, de una delgada hoja de células llamada ‘claustrum’ y que son la primera evidencia física preliminar de coordinación entre percepción y conciencia. El hallazgo, sin embargo, no es concluyente. La historia, en todo caso, no ha terminado. Koch no se rinde y en ese último encuentro propuso a Chalmers una segunda apuesta: dentro de 25 años más, habrá logrado pruebas concluyentes o tendrá que obsequiarle con una segunda botella de vino.
«Espero perder, pero sospecho que ganaré», respondió Chalmers mientras estrechaba su mano. Han quedado para 2048, cuando Koch tendrá 91 años y Chalmers, 82. *
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