Desde que tuvieron que infiltrarme por culpa del neuroma de un tal Morton en el pie izquierdo, le tengo pánico a los médicos y al gremio de los sanitarios, tal que veo acercarse uno y salgo a la carrera, pongo pies en polvorosa. Como con el paso de los años me ataca la presbicia, mi santa dice que acuda al oculista, pero no veo el momento. Tengo desde hace meses apalabrada una revisión con el otorrino, pero creo que haré a su llamada oídos sordos. Si me toca visitar al podólogo, antes de pisar la consulta pongo pies en polvorosa; y si me da cita el odontólogo, temo que no acierte por dónde hincarme el diente. Con el dermatólogo que me procura alivio contra la dermatitis otoñal no se puede discutir: tiene la sensibilidad a flor de piel. Y el alergólogo, que es del Oviedo, se pica cuando le hablo del Sporting. Le he discutido la factura al hematólogo, pero por fortuna no ha llegado la sangre al río. Me fastidia visitar al psiquiatra, un tipo que diga lo que le diga siempre me quita la razón. Sea acudir al cardiólogo o al especialista del aparato digestivo, me cuesta en ambos casos hacer de tripas corazón. Y el nefrólogo con clínica privada que me quitó un cálculo, al hacer la suma descubro que el tratamiento me costó un riñón. Tampoco estimo la consulta del urólogo, aún reconociendo que se trata de un profesional con mucho tacto, de guante blanco. Sólo acudo a la farmacia cuando no queda más remedio y si tengo que apoyar a una ONG me temo que no será a Medicus Mundi. Entienda el lector que estas dolosas líneas son de broma, pero ¿por qué tomarse la vida en serio si no vamos a salir vivos de ella; si cuando un médico se equivoca siempre se resuelve echando tierra encima? Piensen en el abuelo, que fue al doctor a que le hicieran una placa y salió del consultorio con una de bronce en la que se leía la inscripción «RIP».
LNE Francisco Garcia 8.1.2023
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