La primera vez que se apreciaron unas repeticiones periódicas que rodeaban a un gen fue en Japón. Estaban examinando el genoma de E. Coli, esa bacteria que está en nuestro intestino y la usamos para conocer la calidad microbiológica del agua. Vieron lo que muchos no habían notado. Lo comunicaron como una curiosidad en 1987.
Poco después, un investigador valenciano, Francis Mojica, iba a verlo, como de nuevo, en una arquea marina, seres procariotas, es decir, que aún no tiene núcleo. Y más adelante les dio el nombre por el que todos las conocemos: secuencias repetidas cortas y regularmente espaciados, como él dice en español. Era 2002 cuando el acrónimo CRISPR que él inventa (Clustered Regular Interspaced Short Palindromic Repeats) aparece por primera vez en una publicación. Fue él, con su equipo en Alicante, el primero que descubrió para qué sirven. Decía que mediante el CRISPR las arqueas adquirían fragmentos de plásmidos o bacteroides, moléculas que son cuasi seres vivos, hechos de ADN o ARN. Aparecen en la evolución como un sistema de freno al crecimiento descontrolado de procariotas: las invaden y las matan. Pero no pueden infectar a las cepas de procariotas en las que antes habían insertado en su ADN un fragmento de ellas mismas. Es el CRISPR que se comporta como un sistema inmunológico. El ADN receptor al integrar un gen del invasor producirá, como todos los genes, una proteína que por sus características identifica al invasor, lo corta y lo inutiliza. Inmunología adquirida y hereditaria. Durante muchos años el interés por CRISPR fue moderado, como demuestra la dificultad que tuvo el grupo de Mojica para publicar el hallazgo. Solo después de que lo rechazaran las mejores revistas lo publicaron en una de menos impacto en 2005. Se convirtió en el 2.º artículo más citado de la revista.
Para 2011 ya se habían descrito los genes de los espaciadores que llamaron CAS (CRISPR associated). Producen las tijeras, que cortan el virus. Pronto se supo que también cortan el ADN para insertar ahí el fragmento de virus, bacteroride o plásmido. Es una enzima llamada endonucleasa. Ese año fue cuando Emmanuelle Charpentier descubrió una molécula implicada en el proceso que llamó ARN tracer. Todo se acelera cuando inicia la colaboración con Jennifer Doudna, experta en ARN. Solo un año más tarde describen como el ARN guía la proteína producida por CAS, ahora llamada CAS9, al lugar justo donde corta las dos cadenas de ADN de un cromosoma. Y son capaces de reproducir el sistema CAS/CRISPR en un tubo de ensayo. Entre 2012 y 2015 sofisticaron el modelo. Entonces publican un artículo donde recogen lo que se sabe y cómo utilizarlo. Ese año reciben el premio «Príncipe de Asturias».
Pero lo más importante de la contribución de esta formidable pareja no fue la descripción y simplificación del proceso, sino imaginar su empleo para otro fin. Pensaron que ese ARN trazador que ocurre en la naturaleza dentro un mecanismo de defensa, y que está asociado a unas tijeras genéticas, se puede utilizar para identificar y cortar el ADN dónde y cómo queramos. Basta crear la cadena de ácidos nucleicos con la composición deseada, una tecnología bien desarrollada, y asociarlo a una enzima producida por el gen CAS que cortará la secuencia de ADN en el lugar designado. Ahora, en ese filamento se puede introducir otro gen o, simplemente, suprimir el que no es deseable. Una tecnología fantástica y poderosa. Quizá uno de los avances más importantes del siglo XXI. Produce ilusión y vértigo.
En 2020 Doudna y Charpentier recibieron un merecido premio Nobel. Hay voces que denuncian que no se haya reconocido la importante contribución de Mojica. Así es la ciencia, una pirámide que se construye con muchos ladrillos. Encuentro una cierta analogía con el olvido de Rosalind Franklin. Su contribución a desentrañar la estructura del ADN no se reconoció ni en la primera comunicación de Watson y Crick ni en el premio Nobel pues ya estaba muerta. Un alumno suyo había hecho una radiografía que permitía ver la estructura y Franklin habían dado una conferencia donde especulaba sobre la necesidad de que hubiera azúcares para conformar las cadenas. Son las ribosas y desoxirribosas de los ácido ribosa y desoxirribosa nucleicos. Sin sus aportaciones no hubieran podido imaginar esa estructura ni construir el famoso modelo. Pero fueron ellos los que encajaron las piezas. Lo mismo que Doudna y Charpentier. Porque vieron las cosas, lo conocido, desde otra mirada. El mismo Mojica reconoce la brillantez de la idea y de ninguna manera reclama para sí un protagonismo que no le pertenece. Al contrario y su modestia emociona. Diluye sus contribuciones en ese saber conjunto que constituye el CRISPR.
Los ladrillos de la ciencia El hallazgo de los Crispr ejemplifica cómo se llega a los descubrimientos científicos y el papel de la mirada ingenua y la imaginación
Martin Caicoya LNE 18.12.2022
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