“Gustave Flaubert no era un escritor de raza, ni la naturaleza le había dotado de un pleno dominio verbal”. Al menos es lo que opinaba Thibaudet, el crítico literario francés más influyente del periodo de entreguerras. Su argumentación, basada en rebuscados errores gramaticales, habría provocado a Flaubert (1821-1880) más de una carcajada, pues este siempre sostuvo que todos los grandes escritores habían sido incorrectos y que ningún gramático sabía de hecho escribir. No tardó Proust, otro novelista colosal, en tomar la defensa del autor de “Salammbô”, indignado porque se tildaba de poco talentoso a un escritor que gracias al uso absolutamente innovador de varios tiempos verbales y de algunos pronombres había “renovado nuestra visión de las cosas casi tanto como Kant, con sus categorías, las teorías del conocimiento y de la realidad del mundo exterior”.
Es posible que Proust cargara algo las tintas, pero lo cierto es que con Flaubert la novela se convierte en un nuevo modo de observar la realidad apoyándose en la única fuerza del estilo, haciendo que la prosa tenga la cualidad y belleza de la poesía. Sonido y sentido, ritmo e idea son para él tan inseparables como en un poema. Mártir del “mot juste”, Flaubert se veía a sí mismo como el sacerdote de esa religión que para él era la literatura. Esta búsqueda estética del absoluto animará algunas de las empresas más relevantes de la novela moderna, y escritores de la talla de Conrad, James, Kafka, Joyce, Woolf, Faulkner, Nabokov o Coetzee –por citar solo algunos de sus ilustres herederos– verán en el novelista francés una suerte de santo patrón. Y es que Flaubert revolucionó la novela, creó la novela moderna, al igual que Edgar Allan Poe había renovado unos años antes el cuento.
Pero esta no ha sido su única contribución a la modernidad. La novela fue también el instrumento con el que sacó a la luz un mal pernicioso que apestaba su época y que no ha terminado de infestar la nuestra: la estupidez. Desde su adolescencia Flaubert había manifestado una singular aptitud para detectar los lugares comunes y la necedad en sus más variadas expresiones. Su obra, desde “Madame Bovary” hasta “Bouvard y Pécuchet”, rastrea con particular olfato la “bêtise” que anida en la opinión generalizada y en las masas, allí donde se diluye toda individualidad, pero también en el sentimentalismo e incluso donde menos cabía encontrarla, en el arte y la ciencia. Aunque advierte en su época un sensible aumento de la estupidez, acarreado por el discurso progresista dominante, en realidad está convencido de que se trata de un mal eterno, indestructible e inherente a la humanidad: “La estupidez es algo inquebrantable; nada la ataca sin quebrarse contra ella. Su naturaleza es la del granito, dura y resistente”.
Claro está, no fue el primer hombre en reparar en la idiotez, otros ya habían denunciado los estragos que causaba, pero se pensaba que era un mero defecto que la educación podía corregir. Flaubert, en cambio, contemplaba la estupidez como algo inseparable de la existencia humana, propio de su naturaleza.
La mejor forma de luchar contra la necedad fue inocularla en su obra
No le faltaba por ello razón a Kundera cuando declaraba que “Flaubert había descubierto la estupidez. Y me arriesgo a decir que es el descubrimiento más grande de un siglo tan orgulloso de su razón científica”. Pero el autor de “La educación sentimental” no se conformó con este hallazgo, también se propuso, tal vez como hijo de médico que era, enfrentarse a este mal con sus propios medios.
Resulta curioso y revelador que el nombre de Edward Jenner (1749-1823) sea tan poco popular, a pesar de haber salvado millones de vidas gracias a la vacuna, mientras que nadie ignora quiénes son, por ejemplo, Pasteur o Fleming. Ya en vida del médico inglés la Iglesia sentenció que la vacuna era algo diabólico, y no pocos de sus colegas de profesión pronosticaron entonces que los individuos a los que se inoculaba la viruela bovina terminarían desarrollando rasgos vacunos.
En 1802, el caricaturista Gillray representó a Jenner inoculando la viruela a varios pacientes que notaban inmediatamente que les crecían cuernos y les salían vacas en miniatura por el cuerpo. La idea parece hoy disparatada y grotesca, pero no más que pensar, como algunos sostienen en estos felices tiempos tecnológicos, que el propósito secreto de la vacuna contra el covid no es otro que introducir en el paciente un microchip para controlar su voluntad. La estupidez es ciertamente eterna, sólo cambia de ropaje. No le faltaba por ello razón a Kundera cuando declaraba que “Flaubert había descubierto la estupidez. Y me arriesgo a decir que es el descubrimiento más grande de un siglo tan orgulloso de su razón científica”. Pero el autor de “La educación sentimental” no se conformó con este hallazgo, también se propuso, tal vez como hijo de médico que era, enfrentarse a este mal con sus propios medios.
Resulta curioso y revelador que el nombre de Edward Jenner (1749-1823) sea tan poco popular, a pesar de haber salvado millones de vidas gracias a la vacuna, mientras que nadie ignora quiénes son, por ejemplo, Pasteur o Fleming. Ya en vida del médico inglés la Iglesia sentenció que la vacuna era algo diabólico, y no pocos de sus colegas de profesión pronosticaron entonces que los individuos a los que se inoculaba la viruela bovina terminarían desarrollando rasgos vacunos. En 1802, el caricaturista Gillray representó a Jenner inoculando la viruela a varios pacientes que notaban inmediatamente que les crecían cuernos y les salían vacas en miniatura por el cuerpo. La idea parece hoy disparatada y grotesca, pero no más que pensar, como algunos sostienen en estos felices tiempos tecnológicos, que el propósito secreto de la vacuna contra el covid no es otro que introducir en el paciente un microchip para controlar su voluntad. La estupidez es ciertamente eterna, sólo cambia de ropaje.
Ahora bien, esta polémica bovina atrajo tanto la atención de Flaubert que convirtió a Edward Jenner en uno de sus primeros personajes literarios. En efecto, cuando tenía solo 24 años, le dio por escribir una tragedia en verso, burlesca y anacrónica, titulada “El descubrimiento de la vacuna”, protagonizada por el médico británico. En esta parodia Jenner lograba vencer con la vacuna la epidemia que asolaba las tierras de Gonnor, el jefe de los bretones, mientras rivalizaba por el amor de la hija de este con Elfrid, un galán intratable, descreído de la medicina y completamente contrario a la vacunación. Como en una comedia, la obra se cerraba con la boda de Jenner y Hermance, después de que el contrincante “negacionista” apareciera desfigurado por la viruela y terminara suicidándose. De esta obra temprana puede decirse que fue para Flaubert un divertimento, pero que también le sirvió para autovacunarse contra el ampuloso estilo clásico, como haría después contra el romántico.
En aquella época, en 1846, Flaubert le aseguraba a su amante, la escritora Louise Colet, que era resistente a las enfermedades psíquicas por haberse inoculado su propia “vacuna intelectual”. Y es que la vacunación era para él una metáfora crucial, pues, además de estar presente en sus distintas obras, este procedimiento médico recuerda al que el novelista empleaba para combatir la estupidez de los lugares comunes. A este respecto, no parece casual que el primer dato que en “Madame Bovary” (1856) aporta Flaubert sobre Homais –ese maestro del lenguaje idiota a fuerza de ser estereotipado– sea que el farmacéutico está “algo picado de viruelas”. En plena redacción de esta novela, su autor se quejaba de que la estupidez de su época le subía hasta la boca como una masa hedionda, pero lejos de librarse de ella quería endurecerla para embadurnar el siglo XIX, “igual que doran las pagodas indias con boñiga de vaca”. Para Flaubert la mejor forma de luchar contra la necedad era inoculándola en su obra, sirviéndose de los lugares comunes para desactivarlos mediante un humor socarrón. Nunca se cansó de repetir que “la estupidez consistía en querer concluir” y empleó toda su maestría en crear una obra donde, según decía, “el lector no sabría nunca si se estaban cachondeando de él o no”.
Esta duda inmunológica es tal vez la más valiosa enseñanza que nos ha legado Flaubert, y en su inconcluso y desconcertante “Diccionario de lugares comunes”, su obra más emblemática al respecto, no podía faltar una entrada lacónica dedicada al descubrimiento de Jenner:
“VACUNA: no relacionarse más que con personas vacunadas”.Ver
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