Hay desapariciones de artistas que nos obligan a pensar. La de Vito Acconci (1940-2017) debería arrinconar en el olvido total a todos esos performers y artivistas que carecen del coraje suficiente para abandonar la popularidad y pedir perdón por haberse hecho millonarios a costa de la pasividad de la crítica y la inoperancia de algunos comisarios y dealers. La última Marina Abramovic o el chino Ai Weiwei son indignos herederos de este pionero del body art estadounidense, pues han convertido esta práctica artística en algo seductor: un espectáculo de entretenimiento.
El trabajo de Acconci tenía un grado de insobornabilidad tan extremo como algunas de sus acciones, que ejecutaba prácticamente desnudo (trasunto de la página en blanco), fruto de sus primeras incursiones en la poesía concreta, un modo de escritura que subraya la materialidad del lenguaje. En ellas, podía tener en cuenta o no al público (distinguía entre Performance o Activity) mientras sometía su cuerpo a regímenes aparentemente cotidianos y racionales con fines aparentemente irracionales, y después los documentaba en vídeos.
De 1970 es “Step Piece”: cada mañana, sólo en su apartamento, subía y bajaba de un taburete de casi medio metro a un ritmo de treinta veces por minuto hasta que quedaba exhausto; su resistencia era mayor conforme avanzaba la actividad, como también lo absurdo de la acción. En otra pieza, se metía la mano en la boca de manera repetida hasta que se ahogaba; o mordía la carne de sus brazos y piernas, convirtiéndola en medio gráfico de hendiduras que después rellenaba con tinta e imprimía en papel, una subversión de la propia identidad del artista en algo autoalienado, una marca de fábrica mercantil.
En su versión más feminista, quemó su pelo “masculino” y “amasó” su cuerpo hasta crear formas de pecho “femeninos”, o se ocultaba el pene entre las piernas. También ejecutó su teatro de la agresión en la calle: seguía a personas elegidas al azar (Following Piece”, 1969) o las acosaba en los museos hasta que se apartaban (Proximity Piece”, 1970). Su performance más conocida —y controvertida— la realizó en la galería de Ileana Sonnabend (“Semillero”, 1972): dos veces por semana, se ocultaba bajo una rampa de madera e implicaba a los visitantes en sus fantasías sexuales, transmitidas a través de un micrófono mientras se masturbaba.(Más)
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