sábado, 4 de marzo de 2023

Citario/El dijo que...: Lo que la ciencia del futuro puede aprender de los beatles / ÁNGEL DÍAZ MADRID


 

Ni los genios en solitario ni grandes equipos: los últimos estudios prueban que las grandes innovaciones surgen de grupos compactos y coordinados 

 La industria musical tiene una receta: como es imposible saber qué artistas se comerán el mundo y cuáles se quedarán por el camino, las discográficas apuestan por multiplicar sus lanzamientos. Muchas veces se pierde dinero, pero otras veces llega en ingentes cantidades. Y, a menudo, la apuesta ganadora es la más inesperada.

El sistema de producción de la Ciencia es totalmente distinto. Las grandes instituciones buscan garantías por cada euro invertido, así que las ideas rompedoras se topan con más burocracia que afecto. Pero al mismo tiempo cada disciplina se ha vuelto tan compleja que resulta casi impensable que un genio solitario como Einstein revolucione el mundo.

Cada vez más estudios denuncian que los avances que transforman una disciplina y dejan anticuado lo que había se han ralentizado en las últimas décadas. Y, al mismo tiempo, las últimas investigaciones prueban que los pequeños grupos de investigación, coordinados y flexibles, consiguen innovaciones más disruptivas que los sabios individualistas y las grandes plantillas de científicos.

En resumen:

y si el futuro de la Ciencia pasa por inspirarse más en los Beatles que en genios como Mozart o en grandes orquestas como la Filarmónica de Viena?

Lo cierto es que se percibe un creciente agotamiento en el actual sistema de producción científica, centrado en las publicaciones académicas. 



«El valor científico se refleja más en conseguir indicadores cuantitativos, como el número de papers publicados o los índices de impacto, que en investigar ideas arriesgadas que puedan llevar a un descubrimiento innovado, con un impacto real en la sociedad», señala Eva Ortega-Paíno, secretaria general de la Red de Asociaciones de Investigadores y Científicos Españoles en el Exterior (RAICEX). 

«Vivimos en la era de la paperdemia. No se premia la imaginación y la creatividad».

El problema es difícil de atajar. Cada vez se hace más ciencia en todos los rincones del mundo, así que es muy difícil publicar en una revista internacional de impacto. A su vez, esta es la única manera de lograr cierta estabilidad laboral. En resumen, los jóvenes no pueden cambiar el mundo porque están ocupados en intentar que el mundo científico les acepte... y, de paso, pagar el alquiler.

Cuando avanza su carrera, la cosa tampoco mejora: «Si uno sale de su línea investigadora, en donde tiene el apoyo de sus artículos de investigación publicados, podrá encontrarse con mayores dificultades para conseguir financiación», razona Ortega-Paíno. «Se necesita un cambio radical del sistema, que fomente la creatividad y no la castigue, donde el riesgo sea un incentivo y no un freno».

Matt Clancy, investigador de Open Philanthropy y experto en literatura científica sobre innovación, señala un problema similar: «Algo ocurre en la ciencia para que cada vez más estudios sean acumulativos en vez de disruptivos y hagan una menor contribución para empujar el conocimiento hacia delante».

Quizá las mejores pistas sobre cómo innovar las encontramos, precisamente, en la producción científica. Una de ellas la ofreció un estudio de la Universidad de Chicago que analizó más de 65 millones de proyectos científicos. Su conclusión fue rotunda: los equipos grandes tienden a desarrollar conocimiento ya existente, mientras que los pequeños innovan más. «Las políticas científicas deberían tratar de apoyar a equipos de diversos tamaños», concluían los autores del estudio, que publicó la revista Science.

Uno de los firmantes, el sociólogo James Evans, amplió sus ideas en la Science Daily. «Si realmente quieres construir ciencia y tecnología, debes actuar como un capitalista de riesgo, en vez de como un gran banco», escribió. «Necesitas financiar a un grupo de pequeños proyectos desconectados entre sí para aumentar las posibilidades de un éxito enorme y pionero».


Aquí es donde la comparación con los Beatles alcanza su sentido. Se trataba de un grupo compacto, de sólo cuatro miembros repletos de talento. Aprendieron a trabajar juntos durante sus conciertos en Hamburgo. Alcanzaron una fórmula de éxito mundial con sus primeras canciones. Y no tuvieron miedo a reinventarse sus siguientes discos, hasta revolucionar la música popular en menos de una década.

La mayoría de los émulos de los Beatles jamás logran salir de su local de ensayos. En la Ciencia ocurre lo mismo. 

«Hay que asumir que la mayoría de investi-gaciones van a fracasar», advertía Evans. 

«Si quieres hacer descubrimientos, tienes que jugártela».

Lo cierto es que, cuatro años después de la publicación de su estudio, casi todo sigue igual. «El tamaño de los equipos es algo que las agencias de financiación aún no han empezado a tener en cuenta», confirma Russell Funk, experto en innovación, desde la Universidad de Minnesota.

Funk y su equipo acaban de publicar un estudio crucial que ofrece una preocupante radiografía del estado de la innovación científica: tras escudriñar 45 millones de informes y 3,9 millones de patentes desde 1945, señalan que el ritmo de los hallazgos rompedores se ha desplomado en las últimas décadas. Según estos resultados, publicados en Nature, la innovación disruptiva ha caído entre un 91,9% y un 100% en los informes académicos y entre un 78,7% y un 91,5% en patentes.

El exhaustivo trabajo confirma lo que ya mostraban estudios más reducidos y algunos indicadores más anecdóticos. Un ejemplo: los premiados con el Nobel tienen cada vez más edad y tardan más en recibir el galardón. «Estas conclusiones no encajan con los avances en inteligencia artificial, el rápido desarrollo de las vacunas para el Covid-19 y otros descubrimientos que oímos en las noticias», admite Funk. «En las últimas décadas, ha habido un crecimiento impresio-nante del conocimiento científico. Pero, ¿por qué no se acelera el hallazgo y la innovación?».

Su estudio resuelve así la paradoja: aunque se hace más ciencia que nunca, la mayoría de los resultados no son disruptivos, sino que ahondan en otros anteriores. En otras palabras, abundan los proyectos típicos de grandes grupos de investigación y escasean las revoluciones propias de los pequeños.

«El descubrimiento científico será muy distinto en el futuro», resume Funk. «La era del tipo de científico heroico y solitario que revoluciona una disciplina podría haberse acabado. Quizá los hallazgos del futuro sean responsabilidad de equipos pequeños, de uno, dos o tres expertos de diferentes disciplinas, que colaboran repetidamente a lo largo de sus carreras».

Un ejemplo clásico de este formato innovador es el matrimonio de Marie y Pierre Curie: con distintos orígenes y personalidades, ambos se admiraban y sus trabajos se complementaban a la perfección, igual que los integrantes de un grupo de pop. Él ganó un Nobel. Ella, dos. Pero esa sinergia mágica es difícil de mantener a medida que un grupo crece y se multiplican las responsabilidades e intereses. Los propios Beatles acabaron sucumbiendo a esa presión.

Es un círculo vicioso: cada vez es complicado conocer lo necesario para lograr un nuevo hallazgo, así que los grupos incorporan más especialistas. Pero cuando aumenta el tamaño de una plantilla, crece la necesidad de buscar recursos que la mantengan. Así volvemos a la casilla de salida: si no hay seguridad, la prioridad es seguir a flote. No hay tiempo para revoluciones.

«La carrera científica vive bajo un sistema de perversión», señala Ortega-Paíno, quien denuncia que las cargas burocráticas se han multiplicado en los últimos años. «Los investigadores pasan más tiempo preparando informes y justificando gastos que desarrollando una labor creativa que se traduzca en investigación de impacto. Esta perversión entierra la creatividad».

Otra de las contradicciones que denuncian los expertos es la llamada paradoja de la diversidad y la innovación. Así la describe Bas Hofstra, investigador de la Universidad de Radboud (Países Bajos): «A menudo se dice que la diversidad fomenta la innovación, pero, si observamos los profesorados, vemos que aquellas personas que diversifican más la ciencia –mujeres, minorías étnicas y raciales…– están menos representadas. Las personas que innovarían más están desproporcionadamente ausentes en la ciencia».

Hofstra y su equipo analizaron más de un millón de tesis doctorales realizadas en EEUU entre 1975 y 2015 para arrojar luz sobre esta paradoja, que acabó siendo un simple reflejo de décadas de prejuicios: «Descubrimos que las mujeres y las minorías sí innovan, pero sus innovaciones son a menudo ignoradas. Y esto, a su vez, explica en parte su menor representación en la academia», reza su informe.

La innovación es siempre una rareza. Pero la necesitamos para resolver problemas que, mientras la disrupción científica se estancaba, se han disparado en los últimos años: el hambre, el calentamiento, la escasez de trigo o los microchips... «La innovación es la esencia de la empresa científica», resume Hofstra. «Al producir nuevo conocimiento, impulsamos la ciencia adelante. Y, por extensión, a la humanidad».

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