”Las peores catástrofes siempre empiezan así: sin que uno las vea venir.”
José, un alemán que dice que es veterinario y antropólogo, perpetuo fugitivo, obsesionado con la pureza de la sangre y los genes, mastica esta sentencia retrospectiva. La clave para sobrevivir está en evaporarse sin dejar rastros. En eso anda, escapando de los sabuesos del Mossad, en el verano de 1960, cuando en el camino a Bariloche se cruza con Lilith –rubia, blanca y de ojos claros–, una nena de doce años que, por su pequeño tamaño, sin llegar a ser una enana, parece de ocho o nueve. Desde su metro treinta de altura, ella lo enfrenta con desparpajo. El encantamiento –aterrador por donde se lo mire– es mutuo: el desconocido le inspira confianza. Y la seduce con sus modales. No es la primera vez que un “espécimen monstruoso” –admite José al radiografiar a la criatura–- lo excita de esa forma.
El lector sabe en las primeras páginas de Wakolda, la última novela de Lucía Puenzo, que José es nada menos que Josef Mengele, apodado “el ángel de la muerte”. La cortesía de José subyuga a la madre de Lilith, embarazada de gemelas. Con los cazadores de nazis mordiéndole los talones, a Mengele le conviene ocultarse en la hostería que la familia deberá administrar. Dispone del dinero suficiente para pagar una habitación y financiar la fabricación de muñecas junto al padre de Lilith; además de un apabullante andamiaje de conocimientos científicos que le permitirán, a pesar de la reticencia inicial, someter a la nena a un tratamiento a base de inyecciones con hormonas de crecimiento.
Puenzo escribió el primer capítulo de la novela sin saber hacia dónde se dirigía con la trama. En muchos libros históricos leyó que el genocida nazi había convivido con una familia argentina en el Sur, pero no se sabía en qué situación. “Hay diferentes versiones sobre cuándo Mengele estuvo en Bariloche; algunos dicen que fue con su mujer, pero no en el momento en que lo empezó a buscar el Mossad –explica Puenzo–. Lo que me dijeron diferentes historiadores fue que ése es el período más misterioso de Mengele acá, porque se le perdió un poco la pista y no se sabe bien qué pasó. Y hubo otro dato, que a mí me dio el hilo por dónde escribir: él estuvo en contacto con la manufactura de muñecas; en algunos libros dicen que trabajó en una juguetería, en otros que hizo muñecas. Como no se sabe bien, me pareció que era un terreno para hacer ficción. Mengele haciendo muñecas era la cima de la perversión, ¿no? Cómo puede ocurrir que un tipo que se pasó décadas tratando de modelar genéticamente a una nación, después decida trabajar con muñecas. Este fue el punto de arranque.”
La medicina dispara hacia el pasado y hacia el futuro. Hacia el futuro con la exploración de la genética y cómo se traduce en el presente. Lo que ocurre hoy con los médicos, en relación con la genética, es que los pone en un lugar casi divino de decidir las técnicas de fertilización asistida y transformarse en algo así como en dioses. Ya en los ’60, cuando empezaron a trabajar con las hormonas de crecimiento, entramos en un terreno hipercomplejo, que es la ética médica. Y también dispara hacia el pasado porque los médicos, en cierto sentido, se conectan con los chamanes del mundo premoderno, cuando la medicina estaba relacionada con cuestiones mágicas y la gente creía en el poder de la persona para sanar. En el caso de Mengele, cuando un médico encarna el lugar de alguien que puede matar, se genera un cortocircuito, porque uno tiene asociado al chamán, al mago de la tribu, al médico, como alguien que te va a curar y que nunca te va a dañar. Hace poco me mandaron un documental muy interesante de un psiquiatra norteamericano que entrevistó a todos los médicos que tuvieron algún tipo de complicidad con el nazismo y que trabajaron en los campos de concentración. Lo que a él le interesa estudiar fue cómo esos médicos llegaron a matar, cómo se produjo ese salto que consistió en transformar a médicos en asesinos. (Más)
Ver también:
Cinema Paradiso: Wakolda El médico alemán / Lucia Puenzo
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