domingo, 12 de septiembre de 2021

La «música» del cólera de la que escribió Galdós / Jorge Vilches


 

El virus asolaba España. La Prensa lo había bautizado como «el huésped del Ganges» porque llegó de la India. Lo habían portado viajeros y comerciantes. Medio mundo moría en aquel año 1885 por aquella nueva pandemia de cólera, desde Oriente hasta el Atlántico. No era igual que la que había diezmado la población veinte años antes. Tampoco la sociedad era la misma. Ya no se oía en España que era una maldición divina por haber reconocido al reino de Italia, unificado sobre los restos de los Estados Pontificios. Sin embargo, sí circulaban teorías darwinistas: era una medida de la Naturaleza para eliminar a los más débiles.

Aquel año 1885, el ministro de la Gobernación, Romero Robledo, se limitó a ordenar cuarentenas para contener el cólera. Cerró ciudades y comercios, y se encomendó al tiempo y al fomento de la higiene. El miedo y la ira, la superstición y la negligencia, ofrecían a un genio como Benito Pérez Galdós material suficiente para retratar a la sociedad española. No había vivido la primera epidemia de cólera, la de 1834 y 1835, que se saldó con el triste episodio del asesinato de frailes en Madrid, y que el escritor canario reflejó en su obra «Un faccioso más y algunos frailes menos» de 1879, seis años antes de pandemia del «huésped del Ganges».

Sonidos de un susto


Sin embargo, Galdós sí vivió en Madrid la que asoló la capital en 1865, y luego la que tuvo lugar veinte años después, por eso dijo que «sería un gran consuelo para la Humanidad si la historia no nos enseñase que tras el acabamiento de una peste viene la aparición de otra». 

Respecto a la primera, Galdós quiso dejar su impronta. Se inspiró en los sonidos de un Madrid asustado para su cuento «Una industria que vive de la muerte; episodio musical del cólera», publicado en La Nación en diciembre de 1865. Es la historia de un fabricante de ataúdes, y del sonido que hacía al martillear clavos. El hombre se enriquecía a costa de la epidemia. Al extinguirse el cólera, el fabricante se lamentaba. Mientras construía el último ataúd, el más lujoso, su «obra maestra», sintió fiebre, náuseas, frío y mareos. Cayó desplomado. «El horrible martillo calló» para siempre. «¿Qué ha pasado?», preguntó un curioso. «Nada de particular. Le ha dado el cólera al fabricante de ataúdes», contestó otro. El industrioso fue depositado en su «obra maestra». El féretro cruzó el barrio, y el pueblo exclamaba alegre: «Ahí va el último caso». «Aquel hombre era la personificación del cólera –escribió Galdós–, y el cólera había muerto. Justo era que los vivos se alegraran».

Cuando llegó la segunda oleada, el canario tenía 43 años. Estaba en el esplendor de su carrera, y escribió un monumental testimonio de la epidemia con el título «Cronicón (1883-1886)». La epidemia causaba una «psicosis generalizada de miedo», escribía, llevando la memoria del pueblo a la peste medieval. La gente creía que el virus entraba «con el aire, con el sol y con el polvo de la calle». «No como –decía un personaje galdosiano–, por miedo a que entre en mi cuerpo con la comida». El pánico llevaba a los desesperados a escuchar a los charlatanes y curanderos que anunciaban remedios milagrosos que acabarían con el «microbio» en «menos que canta un gallo». Tampoco la ciencia médica se aclaraba. 

 


Un alemán, el doctor Koch, que había estudiado el cólera en Alejandría e India, recomendaba desinfectantes, lo que era criticado por un francés, el doctor Pasteur. Una eminencia «cuyo nombre no recuerdo», decía Galdós, aseguraba que el cólera era un «incalculable beneficio» porque descargaba a la Humanidad de los «individuos débiles y raquíticos, y de los ancianos y valetudinarios».

En España los debates científicos eran interminables. El doctor Letamendi, reputado profesor del Colegio de Medicina de San Carlos, dijo, tras muchos experimentos, que no había manera de acabar con el virus. Sin embargo, el doctor Olavide, del Hospital San Juan de Dios, concluía que con sus «sustancias diversas», el azafrán entre ellas, los virus «a los cinco minutos, todos muertos». En medio de tal incertidumbre, «lo mejor es que no venga por acá», sentenciaba el canario. Pero el virus llegó. 

Más

No hay comentarios: