El inicio de la modernidad y su coincidencia con el auge de la farmacopea
Francisco Sosa Wagner 30.01.2018 La Nueva España Oviedo
La entrada en la modernidad ha sido explicada de muy diversas maneras y aportando fechas y datos variados por los historiadores. Paparruchas. El inequívoco elemento que nos permite afirmar la real existencia del cambio de era es el paso de la medicina a la medicación.
En el pasado, el ser humano tomaba una medicina de vez en cuando y además eran estas de una gran simpleza. Así, por ejemplo, en el Quijote el medicamento más famoso del que se habla es el bálsamo de Fierabrás compuesto de romero, aceite, sal y vino.
Ver:
Dia del libro: Bálsamo de Fierabrás
Lo demás son las bizmas para las tundas que reciben los personajes, las reflexiones elementales que sobre la curación hace el bandolero Roque Guinart a don Quijote o las imposiciones dietéticas que ha de sufrir Sancho del médico de la ínsula para no dañar su salud.
Cuando el asunto de la farmacopea adquirió nuevos vuelos, con la sulfamida para las fiebres, el Optalidón para el dolor de cabeza, el Salvarsán para la sífilis y el bicarbonato para el estómago cualquiera de nuestros antepasados iba más que arreglado.
Desde hace años, por el contrario, no hay persona con principios morales sólidos que no inicie el día con su dosis de omeprazol. Sin él, debemos convenirlo, la vida resulta sencillamente tan inconcebible como una misa sin cura. Y, para terminar la jornada, que levanten el dedo quienes no se aticen una sustancia para que el sueño no se extravíe y vaya a visitar hogares lejanos y ajenos, poco de fiar.
Luego está la lucha contra el colesterol, contra los triglicéridos, contra el ácido úrico, contra aquellos estragos del "mal de orina" que padecía el galeote que liberó don Quijote (por volver a Cervantes) y así seguido.
Para comparecer en esos combates las armas son grageas y más grageas que se toman espaciadas o concentradas en el desayuno o en la comida. Por su parte, las mujeres jóvenes y sus amigas de mayor edad con los calores enfriados disponen de su propio recetario, barroco también y perentorio.
El momento culminante es cuando el farmaceútico nos proporciona una muy apañada cajita donde se puede distribuir el variado surtido que nos coloca. Es justo entonces cuando hemos pasado de la medicina a la medicación. Y no se salva nadie: desde el humilde trabajador que lidia en el campo contra la versatilidad de los vientos y las lluvias hasta el encopetado director general del ministerio de Hacienda o la jefaza de la industria de la informática. Uno de los esfuerzos que deberíamos hacer las próximas navidades es conocer la medicación de los Reyes Magos y de Papá Noel porque su forma lozana y su movilidad nos permiten abrigar las más osadas esperanzas.
¿Hemos terminado? En absoluto. ¿Dónde dejamos los productos contra la caída del pelo, contra la celulitis o la osteoporosis, la infinidad de pomadas y cremas, los parches de calor para las contracturas (que han sustituido a las bizmas quijotescas), las tiritas para los callos en los piés, los jarabes golosos más las vacunas cuando la gripe amenaza ...?
En fin, están los antiinflamatorios no esteroides, el ácido hialurónico, los corticoesteroides, el colágeno, la glucosamina, el condroitín, el magnesio, el cobre ... qué sé yo. Todo ello forma el decorado de cualquier domicilio contemporáneo que esté habitado por personas serias, que no sean obviamente unos bohemios.
En las Constituciones se acoge el derecho a la salud y muchos lo defienden y lo sacan a pasear cuando no se les ocurre otro asunto de mayor sustancia o son incapaces de manejarse entre quebradas intelectuales.
Yo reivindico, para conjurar populismos y otros disparates, el derecho a la medicación como uno de los que deben figurar en las leyes renovadas.
Y el derecho al pastillero, claro es, como su expresión más lograda. ¡Nadie sin pastillero!
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