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A finales de 1934, don Gabriel Eligio montó una farmacia y ejercía la medicina. A más de ser buen lector de revistas y manuales médicos, tenía ínfulas de investigador. Inventó y patentó un “regulador menstrual”, denominado comercialmente ‘GG’ (Gabriel García), que se anunciaba igual de bondadoso a los que ofrecía la industria farmacéutica extranjera. Quizás fue por eso por lo que la Junta de Títulos Médicos del Departamento del Atlántico le concedió licencia para ejercer la medicina homeopática en su comarca. Pero su jurisdicción profesional iría más allá.
Habiendo incrementado sus conocimientos y comprobado su idoneidad en la materia, en 1938 el Ministerio de Educación le revalidó la licencia de médico homeópata, esta vez con alcance nacional, advirtiéndole, eso sí, que no podía tomar parte en operaciones quirúrgicas ni tampoco en ninguna otra actividad propia del ejercicio alopático. (Más)
Antes era costumbre que los padres aspiraran a que sus hijos fueran profesionales, sobre todo en carreras similares a las suyas. No es descabellado pensar que don Gabriel Eligio llegara a querer que su hijo fuera médico, aun cuando Saldívar registra que lo que deseaba era que fuera “farmaceuta”, para que más tarde lo remplazara en la farmacia. (Más)
En el caso de nuestro nobel, Gabriel García Márquez, la temática médica circula en casi todas sus obras, en algunas de manera abundante, como en Cien años de soledad y en El amor en los tiempos del cólera.
El hecho de que su producción literaria sea tan rica en asuntos médicos permite suponer que en el subconsciente de Gabo pudo haber un médico frustrado. De otra manera no se explican su inclinación por el tema y la propiedad con que campea en los dominios galénicos. Difícil aceptar que se trate de simple coincidencia. (Más)
“era un fugitivo (Melquiades)
de cuantas plagas y catástrofes
habían flagelado al género humano.
Sobrevivió a la pelagra en Persia,
al escorbuto en el archipiélago de Malasia,
a la lepra en Alejandría,
al beriberi en el Japón,
a la peste bubónica en Madagascar…”.
Entre los temas médicos utilizados por Gabo en sus escritos, el de las pestes o epidemias es el más socorrido.
Cien Años de Soledad
En la obra cumbre de Gabriel García Márquez son muchos los temas médicos que se encuentran, en especial relacionados con el comportamiento genético o ancestral de los personajes, como que la novela, al decir de Josefina Ludmer está armada sobre un árbol genealógico y sobre el mito de Edipo.
Sin duda, es un filón admirable para quien la analice con criterio psicológico, o psiquiátrico, campo este que no es de mi competencia. Por eso voy a referirme apenas a los episodios que tienen que ver con asuntos médicos generales, muchos de ellos matizados de fantasía, a la manera muy propia del autor.
Para hacer más fácil y ordenada mi tarea, voy a comentar las entidades nosológicas identificadas, incluyendo los remedios aconsejados en la novela para tratar algunas de ellas.
El llanto in utero
No bien se inicia la lectura del libro, nos encontramos con un hecho que para los profanos en asuntos obstétricos puede parecer algo fantasioso: el llanto del nonato en las entrañas maternas, asunto que el autor toca en varios pasajes de la obra.
Así, refiere que Aureliano Buendía, “el primer ser humano que nació en Macondo”… “había llorado en el vientre de su madre y nació con los ojos abiertos” (p.18).
Mucho más adelante vuelve a mencionar el estrambótico fenómeno al narrar que Úrsula, al final de su vida, recordaba que cuando tenía en su vientre al que sería el coronel Aureliano Buendía, una noche lo oyó llorar.
El autor le da al hecho la siguiente interpretación: “Fue un lamento tan definido, que José Arcadio Buendía despertó a su lado y se alegró con la idea de que el niño iba a ser ventrílocuo. Otras personas pronosticaron que sería adivino (…). Pero la lucidez de la decrepitud le permitió ver, y así lo repitió muchas veces, que el llanto de los niños en el vientre de la madre no es un anuncio de ventriloquía ni de facultad adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor” (212).
Pues bien… El llanto in utero no es una ficción. Es una ocurrencia muy rara pero evidente y fue J.B. von Fischer el primero en describirlo en 1730. Entre nosotros fue el obstetra barranquillero Eduardo Acosta Bendek quién relató el fenómeno en 1956 en condiciones muy particulares, que vale la pena transcribir: “Se trata -dice el doctor Acosta- de una paciente de 26 años, grávida cinco, sin antecedentes obstétricos de importancia, con un embarazo simple de ocho meses y diez días, a quien se le practicó un pneumoamnios para locali-zar la placenta, por consiguiente se le extrajeron 300 cc del líquido amniótico y se le inyectaron 700 cc de oxígeno endo-ovular. Cuando se estaba tomando en posición de Trendelemburg una de las radiografías, o sea cuando la cámara de gas (oxígeno) estaba en contacto con la cabeza fetal, se pudo escuchar el llanto del feto por espacio de unos 50 minutos, con pequeños intervalos y que fue grabado en un disco de 45 revoluciones”.
“Este llanto impresionante para todos los allí presentes fue tan fuerte que obligó a la madre a taparse los oídos y se escuchó a una distancia de siete metros, dando la sensación de estar oyendo el llanto de un recién nacido”. Es muy probable que este relato pudo haber inspirado al maestro García Márquez, como que en su momento la prensa barranquillera le dio cabida a tan insólito acontecimiento.
Enfermedad del insomnio o “peste del insomnio”
Se lee en Cien años de soledad que la enfermedad del insomnio la padecían unos indios de la Guajira, en “un reino milenario”. Visitación, la india que había huído de la peste, afirmaba que lo más temible de la enfermedad no era la imposibilidad de dormir, sino su inexorable evolución hacia una situación más crítica: la del olvido (p.42).
Para José Arcadio Buendía era esa una de tantas dolencias inventadas por la superstición de los indígenas (p.42). No obstante, la peste hizo presa de Aureliano Buendía, de Úrsula y de sus hijos (p.43) y luego de todo el pueblo (p.44).
Se pensaba que la enfermedad se transmitía por la boca y que todas las cosas de comer y beber estaban contaminadas de insomnio (p.44). “Una vez que entra en la casa, nadie escapa a la peste”, decía la india con su convicción fatalista (p.43). Los insomnes se mantenían en un estado de alucinada lucidez, en la que además del contenido de sus propios sueños podían ver las imágenes soñadas por los otros (p.43).
Para tratar esta extraña enfermedad, Úrsula, que había aprendido de su madre el valor medicinal de las plantas, prescribía un brebaje de acónito, que no inducía al sueño pero sí el soñar despiertos, con la increíble característica de que no veían sus propios sueños, sino los de los otros (p.43).
De la amnesia u olvido que padecían los afectados del insomnio los curó Melquíades, dándoles a beber “una sustancia de color apacible” (p.47). Aquí el escritor identifica la virtud curativa con el color del agente terapéutico, algo poético que los médicos alópatas no hemos tenido en cuenta, pero que no hay que despreciar.
Un médico colombiano, Vicente Trezza, que ejerce en Nueva York, escribió en 1994 un corto ensayo titulado “Médicos de novela”, donde se ocupa de algunos asuntos médicos encontrados en las novelas de García Márquez. Por considerarlo como anillo al dedo para mi propósito, voy a transcribir lo pertinente a la peste del insomnio:
Hasta aquí García Márquez y Vicente Trezza.
Según lo afirmado por aquél, lo de “la peste del sueño” fue un invento suyo en la novela, una verdadera “mamada de gallo” muy propia de su talante costeño, pero en la realidad la enfermedad existe, como lo pudo comprobar él mismo más tarde.
Razón tiene, pues, el catedrático de literatura latinoamericana Raymond Williams al conceptuar que Cien años de soledad es una novela que revela verdades que, a diferencia de muchas “verdades poéticas” de buena parte de la literatura, corresponden a la historia empírica.
La geofagia
Se trata de la inclinación que tienen algunos a comer tierra, manifestada particularmente en niños, mujeres embarazadas o individuos con trastornos mentales.
En la novela figura un personaje con esa inclinación: Rebeca, la expósita de once años a quien “sólo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas” (p.41).
Al respecto, en el artículo del doctor Vicente Trezza mencionado atrás, Gabo confirma que “el caso de la muchacha que se escondía para comer tierra, ese sí era un caso verdadero, pues se trataba de una de mis parientes que no le gustaba la carne ni los vegetales y por lo tanto desarrolló esa enfermedad que ahora llaman geofagia, la cual se debe a una deficiencia de hierro, calcio y otros minerales en la sangre; por tal motivo la pobre tenía que comer tierra a escondidas para reemplazar dichos minerales”.
En esta declaración, Gabo se aventura a afirmar que el “geofagismo” es una enfermedad deficitaria, concepto que no tiene asidero científico. En la novela lo encara con criterio sabio, es decir, con criterio popular, como que a la pobre Rebeca en vez de tierra -que era lo que apetecía- le suministraban jugo de naranja con ruibarbo en una cazuela que había estado expuesta al sereno toda la noche y debía tomarse en ayunas (p.41). Como la pócima desencadenaba endiabladas pataletas en la díscola niña, se complementaba con tremendos correazos. A la postre no se supo si el efecto salutífero vino de éstos o de aquélla.
Para mayor identificación del personaje geofágico transcribo lo registrado por Dasso Saldívar en la biografía de García Márquez: “(…) pero Margot seguiría siendo una niña retraída y enfermiza, pues siguió comiendo tierra a escondidas hasta los ocho años.
Con todo, o tal vez por ello, ella sería la gran pareja de Gabito en la niñez, cimentando una complicidad que iba a durarles toda la vida y algo más: su hermano la convertiría más tarde en la niña Rebeca Buendía que come tierra en Cien años de soledad”. (Más)
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