Los que la conocemos a fondo sabemos de lo que es capaz esa perla blanca. Porque la aspirina cura sobre todo los dolores invisibles. Ese dolor abstracto que parece que es pero no está claro. Ese parece que estoy cansado, parece que hoy no soporto a mi pareja, parece que me está dando toquecitos una muela, parece que estoy a punto de cometer una tontería, parece que me voy a resfriar, parece que hoy no aguanto la vida... Es ante este tipo de sensaciones cuando hay que tomarse una aspirina. Porque ella alivia los dolores que, como la duda, son inquietantes, traidores, inciertos. La aspirina entonces como un beso entra, busca el lugar sensible que tú no puedes descifrar, lo encuentra y lo ama.
Yo escucho a mi cuerpo más que a los médicos. Porque cada cuerpo es único y nadie puede conocerlo mejor que su dueño. Porque, cuando todavía no estamos muy marcados por cirugías o tratamientos, él se manifiesta ante caricias o agresiones. Y se queja cuando lo maltratamos con sustancias no gratas. Así que, amada aspirina, agradezco a tu descubridor Félix Hoffman el haberte encontrado. Invento feliz, como su nombre. (Ver)
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