"En un mundo ideal, lógico, racional y sin intereses egoístas, todo ensayo clínico realizado debería publicarse para que tanto los médicos, como los científicos y los voluntarios que se han arriesgado a participar en esos ensayos supieran los detalles de ese tratamiento experimental"
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En un mundo ideal, lógico, racional y sin intereses egoístas, todo ensayo clínico realizado debería publicarse para que tanto los médicos, como los científicos y los voluntarios que se han arriesgado a participar en esos ensayos supieran los detalles de ese tratamiento experimental, independientemente de si resulta ser un éxito o un fracaso. Desafortunadamente, la realidad dista de ser tan amable y los resultados de un importante porcentaje de los ensayos clínicos realizados nunca han llegado a ver la luz, olvidados en los cajones o en los discos duros de los responsables de su realización. No estaban forzados a publicarlos. Hasta hace pocos años, la legislación en lugares como Estados Unidos o Europa no obligaba a la publicación de los ensayos clínicos finalizados, solo al envío de estos resultados a las agencias de medicamentos competentes.
¿Cuál es exactamente la magnitud de este fenómeno? Es muy difícil arrojar cifras exactas, pues es complicado detectar y cuantificar aquello que queda oculto. Sin embargo, diversos estudios, basándose en bases de datos públicas de ensayos clínicos como Clinicaltrials.gov han cuantificado que alrededor de un 25%-50% de los ensayos clínicos realizados no llegan a publicarse. Es decir, tras enormes cantidades de dinero invertido, numerosas horas de trabajo del personal sanitario involucrado y multitud de pacientes poniéndose en riesgo, los resultados de estas pruebas se quedan en el cajón, ocultas a la comunidad médica y a los pacientes. Según los cálculos, esto supone que cientos de miles de personas se han arriesgado a participar en ensayos clínicos cuyos resultados siguen siendo hoy un secreto.
Aunque este fenómeno influye de forma sutil en la práctica diaria de la medicina, sus consecuencias son graves y se dan a múltiples niveles. Por un lado, los investigadores, que no son conscientes de determinados ensayos clínicos realizados (por la sencilla razón de que no han sido publicados) pueden repetirlos inútilmente, sin saberlo, con todo lo que ello supone: un derroche de recursos y someter a los voluntarios a un riesgo innecesario. Además, dado que los ensayos clínicos que no suelen publicarse son los que tienen resultados negativos (por motivos obvios), se crea un peligroso sesgo de publicación que sobrestima el valor de los tratamientos y minimiza sus efectos adversos. De hecho, se sabe que los ensayos clínicos positivos tienen el doble de posibilidades de publicarse que aquellos con resultados negativos.
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“Los ensayos clínicos no son experimentos científicos abstractos para que los investigadores los lean con interés. Usamos esta información para comprender qué tratamientos funcionan mejor. No podemos hacer elecciones informadas sobre qué tratamientos usar cuando, de rutina, los resultados de los ensayos clínicos están todavía siendo apartados legalmente de los médicos, los investigadores y los pacientes”.
(...)
Establecer leyes para obligar a publicar los ensayos clínicos fue un buen primer paso, pero aún queda otro importante:
Vigilar y sancionar activamente a aquellos que lo incumplen. Una ley sin castigo es una invitación a la impunidad.
Como comenta el doctor Goldacre: “Necesitamos legisladores que hagan cumplir la ley, la expandan y exijan la publicación de todos los resultados de todos los ensayos clínicos en los 12 meses tras su finalización. También necesitamos que los legisladores, los servicios médicos y las instituciones muestren a la luz los ensayos realizados en el pasado. No se debería permitir la realización de más ensayos, con más pacientes voluntarios, a un investigador o una empresa que retuviera los resultados de ensayos previos, hasta que informaran de todos los resultados de todos los ensayos que han concluido". (Más)
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